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Digamos para simplificar que hay dos bandos: los que creen que el delito en nuestra sociedad está creciendo en forma incontrolada y los que insisten en que la sociedad tiene una “sensación de inseguridad” y que la seguridad se mantiene, en el peor de los casos, dentro de los límites históricos. Nuestro objetivo no es dilucidar donde está la verdad, puesto que no tenemos los medios para hacerlo. Lo que queremos ver aquí es cuáles son las consecuencias de la “sensación de inseguridad” y destacar los efectos que genera.
Hay que prestar atención a esta “sensación de inseguridad” o miedo porque las sensaciones o emociones, son adaptativas, preparan para la acción. Son, además, funcionales pues alertan, en el caso del miedo, sobre la desproporción que existe entre la magnitud de la amenaza que creemos que nos asecha y los recursos con que contamos para hacerle frente.
Cuando sentimos que la amenaza a nuestra seguridad es constante los niveles de ansiedad se elevan. Existe una ansiedad que es normal y otra que es patológica para el individuo y para el sistema. La ansiedad normal es necesaria para permitirnos llevar a cabo las acciones de la vida cotidiana. De no existir nuestra vida correría peligro.
Cuando la ansiedad se vuelve muy elevada, se convierte en patológica. Empiezan a aparecer síntomas como la taquicardia, falta de aire, mareos, todas señales que por lo general van acompañadas de pensamientos catastróficos. En estas condiciones, llevar una vida normal de trabajo, de relación, de esparcimiento se hace difícil y problemático.
Como paliativo a la sensación de inseguridad se toman cada vez más recaudos, casi en forma obsesiva. Quienes pueden se mudan a barrios cerrados, instalan sistemas automáticos de vigilancia, blindan sus automóviles y las puertas de sus viviendas, colocan alarmas... Sin embargo, ninguna de estas acciones logra devolver la tranquilidad, pues el mundo parece cada vez más peligroso y temible. Se instrumentan nuevas medidas defensivas que finalmente seguirán propagando y profundizando el miedo.
El ciudadano se siente indefenso, el Estado parece impotente ante la ola de violencias, robos, asesinatos, secuestros... parece no saber dar respuesta a las necesidades de la comunidad. La solidaridad social deja de existir, los individuos se aíslan aún dentro de su comunidad restringida, que hasta el momento había sido percibida como su única fuente de seguridad y sostén.
¿Qué hacer frente a esta realidad que se nos impone y que lejos de solucionarse crece de forma desproporcionada?
En los casos más graves, quienes han sido víctima de violencia, robo, violación, etcétera, y que como consecuencia tienen los síntomas de los que hablamos antes tienen que hacer una consulta con un terapeuta especializado.
Es conveniente tomar conciencia de que algunos de estos incidentes pueden ocurrir en nuestra realidad. Esto ayuda a que disminuya el factor sorpresa y la posibilidad de trauma. Hay que tomar también conciencia e incorporar la idea de que los riesgos pueden reducirse pero nunca pueden ser eliminados totalmente. En la mayoría de los casos después de haber sufrido una violencia se adquiere la sensación de que algo puede y debe hacerse. Esto ayuda a disminuir la sensación de impotencia.
Además, hay que tener presente que ocuparse en lugar de preocuparse es una de las formas de bajar la ansiedad. La colaboración con los vecinos, la integración a la comunidad, la participación como ciudadano para resolver los problemas compartidos nos hace sentir que formamos parte de un todo más amplio y más fuerte, un todo más apto para enfrentar los desafíos de la inseguridad. En este caso, sentiremos que el todo es más que la suma de las partes, que los peligros que nos asechan han tomado una dimensión menor, más controlable.
(*) La autora (foto) es directora de Hémera - Centro de estudios del estrés y la ansiedad. Virrey Loreto 1520 - 4° B, Belgrano, CABA. Teléfono: (011) 4784-3922. www.hemera.com.ar
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