domingo, 8 de octubre de 2006

Medios: Ezcurra, el periodista argentino que murió en Vietnam, hoy hubiera cumplido 67


La Nación.com recuerda hoy el nacimiento de quien fuera el periodista emblema de la Argentina y, por cierto, del diario de los Saguier-Mitre: Ignacio Ezcurra.

El enviado especial que murió asesinado durante la guerra de Vietnam, en 1968 (¿fueron soldados estadounidenses, que lo consideraron testigo intolerable de ciertos excesos o "daños colaterales" -como suele decirse para apañar las peores tropelías-, quienes lo mataron?).

La evocación, que firma Augusto D. Scodeller en La Nación.com -tengo que admitirlo-, me impulsó a escribir estas reflexiones y recuerdos.

Por supuesto, no llegué a conocer a Ezcurra -nací en el 67-, pero mi padre, Marcelo Mendieta, dos años mayor a IE, -y que trabajó en el mismo matutino a lo largo de 25 años-, sí. Los unió una amistad, "la fraternidad" de aquellos años románticos en que ser periodista se vivía a pleno, como una aventura, y pertenecer a un diario era motivo de orgullo y compromiso, no un atajo para conseguir pauta publicitaria para el programa de radio o TV propio.

La foto que publica el portal del diario -y que ilustra este post- era una de las pertenencias más apreciadas por mi viejo. Y, sin duda, funcionó como disparador de mis deseos infantiles de convertirme en periodista. Para mí, y gracias al influjo de mi papá, Ezcurra era y es un héroe. Y su figura, con los años y la experiencia, se agiganta.
Ya se extinguieron, parece, los exponentes de esa raza, verdaderos animales de redacciones y coberturas especiales, inconscientes -en ocasiones no medían riesgos- buscadores de primicias, perros de presa de noticias y confirmaciones, sobrevivientes en un mundo de toscas máquinas de escribir Olivetti, télex, salas de revelado, biromes y libretas de apuntes y telefónos, muchas veces, inexistentes o descompuestos. Apasionados -casi siempre en el límite del exceso- en la vida profesional y privada, que, por ejemplo, se resistieron a incorporar grabadores a su trabajo, salvo que reportaran a una radio.

O que imaginaron que las computadoras serían, para siempre, una condena reservada a burócratas aburridos y rutinarios, incapaces de conocer la libertad y la bendición de recorrer el mundo sin otro compromiso que enviar la mejor crónica posible, sea en Nueva York, París, Saigón, los montes tucumanos, Bolivia, Sierra Maestra o una villa misera en el conurbano bonaerense, codeándose con príncipes y mendigos, en medio de balas, bellas modelos, cuerpos sin vida o moribundos, espléndidos palacios, bombas molotov, mares inabarcables, sequías, incendios, travesías peligrosas o de lujo, policías heróicos o inescrupulosos, niños ricos o pobres, corrupción en estado puro, reyes y millonarios, asesinos sueltos o encarcelados, torturados, grandes artistas, o exponentes de la moda efímera o trascendentes, curas y Papas, estudiantes enardecidos o aplicados, edificios o casillas en llamas, nudistas y conservadores, guerrilleros o soldados -crueles o justicieros-, desprotegidos y protectores, hambrientos, desarropados, barriadas en pie de guerra o en busca, simplemente de alguna injusticia -por pequeña que fuera-, que valiera la pena denunciar y contar.

O de una historia que mereciera el reconocimiento general. En definitiva, a la pesca de una noticia. Aunque -después- el editor le turno pudiera darle la tapa, un recuadro o el menos estimulante destino en el cesto de papeles.

Ignacio Ezcurra pudo haber llegado a ser un ejecutivo del diario La Nación, y no sólo porque su apellido estaba emparentado con la familia fundadora. Hubiera cumplido muchos más años que los 28 que tenía Vietnam. Hoy, tendría 67. Pero, ¿hubiera sido felíz?

Eligió embarrarse los botines, caminar por la cornisa de la vida, ir un paso más allá que sus colegas, tutearse con los asesinos, no los que sólo mataban a los supuestos enemigos en el campo de batalla, sino los que lo iban a matar a él mismo, como parte del ritual de violar las reglas del Derecho de Gentes, de las convenciones que rigen los conflictos bélicos, como si la guerra fuera una competencia deportiva y no una abominable manera de dirimir diferencias entre naciones.

Lo balearon en silencio, lejos de cualquier periodista que, como Ezcurra, pudiera desenmascararlos.

Cuenta mi padre -al igual que otros colegas que lo trataron- que Ezcurra era un tipo extraordinario, un periodista único, además de un gran camarada y amigo. También suele relatar una anécdota que da escolofríos. Unos meses antes de que fuera enviado a Vietnam -a pedido suyo, y a pesar de los ruegos de su madre a Bartolomé Mitre, el director, para que lo relevara de la misión-, estaban reunidos, entre otros, IE, mi viejo, el escritor Manuel Mugica Laínez y el astrólogo Horangel -seguramente, si equivoco u omito algún detalle o persona, mi papá y los que estuvieron allí, me sabrán disculpar-.

El astrólogo anunció allí que uno de los presentes viajaría a un lugar muy caluroso, tropical, y que conocería la fama, a escala internacional. Se negó a señalar al presunto afortunado.

Pudo haber sido un simple truco de adivinador. Pero lo cierto es que la predicción se cumplió (*). Lástima que Ezcurra sólo haya regresado de aquel viaje como recuerdo perenne, paradigma inalcanzable y motivo de inspiración para periodistas de todo el mundo. Como verdadero prócer para cronistas y redactores. Y no como el hombre de carne y hueso, que todos los que lo conocieron querían y admiraban. Como me hubiera gustado que me lo presentara mi padre.

(*) Por línea privada, mi viejo me corrigió algunos detalles de la anécdota, pero hay uno que no es menor: quien hizo la funesta predicción no fue Horangel, sino el propio "Manucho" Mugica Lainez -muy afecto a los vaticinios-, y por ese entonces columnista del diario La Nación. Con el tiempo, el escritor cargó con cierta culpa por haberle anticipado el destino fatal a Ezcurra.

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