jueves, 23 de febrero de 2006

Crónica de una semana particular en el Reino

El Rey se enoja porque el principal diario del país anuncia que el gobierno prepara una reforma impositiva y lo desmiente, en diálogo con la agencia oficial del reino (en una de las pocas ocasiones en las que habla a sus súbditos fuera de un acto oficial). A pesar de que ningún especialista en materia tributaria discute que el sistema vigente desde hace décadas es regresivo y obliga a que los pobres, por citar el caso más evidente, paguen IVA de 21% a la leche, igual que el personal doméstico de las familias Pérez Companc, Fortabat o de cualquier funcionario del reino. El Rey no duda en pelearse públicamente con el medio más vendido: pero, en verdad, quiso demostrar que sólo El decide, sólo El hace los anuncios importantes, y no sus delegados con rango de ministro que puedan verse tentados de darle una primicia a un periodista y, de paso, quedar bien con el cronista y con el funcionamiento del Reino. El Rey bendice a uno de sus señores en problemas -pende sobre su cabeza un injusto proceso (le achacan una tragedia de la cual, en definitiva, es responsable toda la sociedad por omisión, desidia e ignorancia)-, con un simple gesto, como suelen hacer los monarcas. Apenas se refiere a él como "el amigo Aníbal" en un acto protocolar, y ya todos sus lugartenientes saben que ha ordenado el "operativo salvación" a sus alfiles en la Legislatura de la ciudad (si fuera un presidente hubiera traducido ese gesto en una declaración del tipo: "hay que apoyarlo porque no merece convertirse en un chivo expiatorio"; pero eso significaría pagar un costo político y no sería digno de un rey). El Rey dispone que uno de sus favoritos -otrora opositor feroz de la monarquía (hasta que llegó el actual regente) , polémico y hasta cuestionado por la Justicia del Reino por haber tomado una dependencia policial en 2004-, asuma un cargo gubernamental que le permitirá repartir tierras a discreción y expropiarlas cuando lo crea conveniente. Aunque ofició de portavoz del Rey en más de una oportunidad: anunció la ruptura con quien lo había ayudado a alcanzar el trono, una suerte de ex monarca itinerante que terminó desterrado hasta de su hasta ese momento inexpugnable feudo bonaerense; y predijo la eyección del ministro con proyección política e "independiente" del Jefe Supremo. Al menos, el Rey se abstuvo de ponerlo en funciones y delegó esa misión en su ministro preferido, de quien dependerá el nuevo funcionario, piquetero retirado, que se suma a otros secretarios del Estado de similar origen, que optaron por "regenerarse" y abandonar su lucha en defensa de todos los desclasados, y no sólo de los van a terminar colaborando con la continuidad de esta monarquía. Falta un detalle: en medio de estas disposiciones y gestos, el Rey logró que el Parlamento, pese a la férrea oposición de la mayoría de las bancadas (a excepción de la mayoritaria oficialista y de varias extrapartidarios que descubrieron de pronto las bondades del proyecto de la Reina, a la sazón Senadora de la Nación) y de organizaciones sociales de derecha y de izquierda, aprobara una Ley que le permitirá a este monarca, y a los que lo sucedan (él mismo, su señora esposa y, luego, vaya a saber quién), controle la designación y remoción de los jueces. En el proceso de aprobación de esa Ley, el Rey consigue sumar, sin distinción de méritos y virtudes, a figuritas de su predecesor en el trono (ya había logrado el concurso de ex adláteres del peor de los monarcas previos, el que gobernó una década infame). Curiosamente, esos mismos nombres -la mayoría con un curriculum frondoso y acomodadizo- son los que sirvieron para iniciar la guerra por Buenos Aires, la que terminó con el anterior rey, el que había elegido como heredero al actual. Hoy vuelven a integrar la Corte, como si merecieran una condecoración y no un salvoconducto al exilio. Una de las tantas paradojas del reino. Marcelo Mendieta (h)

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