Esto no es una crónica deportiva, por cierto. Apenas son apuntes, comentarios de un periodista-hincha sobre la ansiada, mágica y deliciosa irrupción en Alemania 2006 del seleccionado argentino que todos queríamos ver. Incluso nuestros rivales, si saben disfrutar de este juego maravilloso, apasionante, que debe conjugar lo individual y lo colectivo en busca de un equilibrio, que no siempre da belleza -como le gusta decir a Héctor "Bambino" Veira-, o resultados instantáneos, palpables, urgentes, como los que se esperan en un Mundial de fútbol.
Sin entrar en consideraciones ridículas acerca de la debilidad del rival -no se llega a la Copa del Mundo por casualidad, y a Serbia y Montenegro nunca le habían hecho más de un gol en las eliminatorias (frente a Holanda en la primera fecha de este torneo pudo mantener la costumbre que desarmaron los "Pekerman boys" en un trámite expeditivo)-, Argentina demostró que tiene un gran equipo, en el cual además de los talentos personales (algo que los argentinos solemos exaltar para tapar falencias en proyectos de conjunto), hay vocación de servicio, de jugar en toda la cancha, de defender y atacar con igual garra y decisión, con una mística y un compañerismo pocas veces visto en un campo de juego. Y, lo que es muy importante, también en el banco de suplentes.
Evidentemente, a los Messi, Tevez, Sorín, Saviola, Riquelme, Crespo, Mascherano, Maxi Rodríguez (una verdadera revelación y no sólo por los 2 tantos que aportó en momentos clave: al comienzo y al final del primer tiempo), Cambiasso (ejecutor de un tanto de antología, espectacular, con toques y taco asistente de Hernán Crespo), Roberto Ayala, un gigantesco Abbodanzieri y no me quiero olvidar de nadie... todos, hasta los que no entraron, a todos ellos se les suma un director de orquesta y su staff técnico que montaron las piezas del rompecabezas.
El mérito de combinar esas genialidades y hacerlas trabajar detrás de un mismo objetivo es de José Pekerman, que vio nacer a muchos de estos muchachos que tradujeron en la segunda fecha mundialista esa idea tan lírica -y necesaria, a mi modo de entender- de tratar bien la pelota (y a los rivales), buscarla, evitar que llegue al arco propio, quitársela a los contrarios, hacerla circular con precisión, protegerla, esconderla si es conveniente, y llevarla con éxito hasta la red contraria. Y volver a empezar cuantas veces se pueda.
Para un país exitista-fatalista, como el nuestro, cabría un reflexión final: el primer objetivo está cumplido. Argentina, su selección, demostró en el campo de juego que puede jugar muy bien y conseguir que esa maestría se traslade al marcador, de manera inapelable.
Nos devolvió la alegría, las expectivas, los sueños. Nos hizo disfrutar porque esos 6 goles no fueron fruto de la casualidad, de la improvisación, o de la mera fragilidad de un challenger.
Esta bien que pensemos, que pretendamos la coronación como campeones. Pero tenemos que seguir compitiendo, jugando, sin perder nunca la cuota de suerte (no la tuvo Luis González que debió ser reemplazado por Cambiasso a raíz de una lesión).
No queremos, ni debemos, conformarnos con ser campeones morales. Tampoco pensar que nos va la vida. Permitámonos distendernos hasta el próximo encuentro con Holanda. Festejemos la aparición del equipo de José. Suframos los siguientes 90 minutos, si no queda otra, y todos los que vengan, ojalá hasta una final victoriosa.
Eso sí, alentemos siempre al equipo para que conserve, y lleve como bandera, lo que demostró ayer: unidad entre las individualidades que desequilibran; dignidad; garra; contundencia, si se puede; y sobre todo, ese respeto por el balón y la tradición argentina. Esas ganas de jugar al fútbol. Y bien.
No olviden, nosotros tampoco, que se trata de un juego, el más grande para muchos, en el que -se supone- los mejores miden fuerzas cada 4 años, desde 1930. Y que ganar es la consecuencia de todo lo que mostró la selección frente a S&M. Como si siguieran siendo pibes de potrero, nada más y nada menos que jugando a la pelota, descociéndola, con pasión, deleite, amistad, y todo el empeño que haya que poner para alcanzar lo más alto.
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