¿Fue una victoria de los familiares de las víctimas? En parte, sí. Pero, seguramente, esperan un fallo contundente de la Justicia, donde se tramita la causa penal por la masacre de Cromañón. La destitución de Aníbal Ibarra, consumada a las 17 del martes 7 de marzo, es un comienzo para esos padres que no encuentran consuelo, que no tienen paz y, posiblemente, nunca la tengan.
Sin duda, la caída del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires es una derrota total de la Casa Rosada. Néstor Kirchner lo llamó en público “el amigo Aníbal”, durante un acto en la sede gubernamental, hace 2 semanas.
Y Alberto Fernández, que no se lleva bien con el vicejefe Jorge Telerman –ahora heredero del trono ibarrista hasta el 9 de diciembre de 2007, al menos en los papeles-, hizo lo que pudo por arrojar un salvavidas tras otro: hasta armó una solicitada el domingo con la rúbrica de artistas de la talla de Adriana Varela o León Gieco, o del actor Alfredo Alcón. No alcanzó.
Alentó la movilización de micros del conurbano bonaerense para colaborar con la movilización del jueves 2, en contra de la destitución. Fue suficiente para llenar la plaza de Mayo, pero no para torcer la voluntad de una decena de legisladores, preocupados en su gran mayoría por no ganarse el escrache de los padres de 194 chicos muertos en circunstancias demenciales. Aunque algunos pueden haberlo hecho por convicción, mientras sus jefes partidarios, desde Macri a Carrió –ex madrina de Aníbal-, miraban el proceso por TV.
Es una derrota del gobierno K porque, más allá de estos ademanes de primeros (y onerosos)
auxilios, no hubo nunca respaldo explícito a Ibarra. Hubo un acompañamiento por interpósitas personas, culposo, que hizo recordar cuando, tras aquel fatídico recital de Callejeros en el barrio porteño del Once, el Presidente de la Nación permanecía ajeno a todo en su terruño santacruceño, esperando –en familia- el fin de año 2004. Como si nada malo hubiera pasado en el país.
En definitiva, la guillotina que terminó ayer con la cabeza cortada de Ibarra fue desempolvada por el propio Kirchner. Apenas asumió el 25 de mayo de 2003, imaginó que ese instrumento serviría para hacer una depuración en la Corte Suprema menemista, que resultaba imprescindible. Lo que puede criticarse es la metodología empleada, como en el caso presente.
Sin cuidar demasiado los detalles –ni siquiera lubricaron el filo porque algunos jueces se asustaron ante la sola mención de la palabra “juicio político”-, se organizó un desfile de ministros de la Corte en el Congreso. Dos magistrados llegaron al final del proceso de enjuiciamiento, Eduardo Moliné O’Connor y Antonio Boggiano –quien todavía resiste con escritos judiciales-, como Ibarra en esta temporada. Otros, Julio Nazareno, el difunto Guillermo López y Adolfo Vázquez, salieron por la puerta de emergencia antes de pasar el mal trago.
Ibarra no puede reprocharle al gobierno que hayan descuidado los detalles. Está bien que los K no manejaban esta guillotina. Pero se ocuparon de todo: solicitadas, micros, declaraciones, operaciones, etcétera. Hasta de ponerle una cesta con almohadones, al pie de la guillotina.
Se ocuparon de casi todo. Porque, de lo contrario, no estaríamos hablando de la destitución de Aníbal Ibarra. Hagamos memoria.
Ibarra devino en hombre del kirchnerismo, una vez que Alberto F. se afianzó como delegado presidencial en jurisdicción metropolitana. Desde el Ejecutivo lo ayudaron a derrotar a Mauricio Macri en los comicios distritales de 2003, con la idea de que una victoria de lo que quedaba del Frente Grande local sería una victoria propia, nacional.
Aníbal hacía gala, una vez más, de la fama de afortunado que muchos le adjudicaban. Sobrevivió a la hecatombe de la Alianza: primero, la renuncia de su jefe político, Carlos “Chacho” Alvarez a la vicepresidencia de la Nación (en medio de una crisis por el supuesto pago de coimas a senadores del PJ), que arrastró al FrePaSo hacia la ruptura de la sociedad con la UCR. Después, Ibarra supo atrincherarse en el palacio municipal y, milagrosamente –porque estaba a pocos pasos de distancia-, evitó que los disparos en plaza de Mayo en plena revuelta popular o las aspas del helicóptero en el que huyó Fernando de la Rúa por los techos de Balcarce 50 lo despeinaran en diciembre de 2001.
El desembarco de Eduardo Duhalde a la butaca que abandonó en llamas De la Rúa trajo alivio. El ex gobernador peronista venía no sólo con el aval de su partido sino que contaba con el aliento de radicales y frepasistas –quedaban algunos todavía, entre ellos AI- que querían colaborar con un gobierno de emergencia y, al mismo tiempo, expiar culpas. Mal no les fue porque Ibarra y la mayoría salieron ilesos del reclamo popular de aquellos días de caos social, economía en quiebra y bancos acorralados por dentro y por fuera. Superaron con bastante éxito el grito generalizado de la época: “¡qué se vayan todos!”. Curiosamente, ahora se acaba de ir uno solo, el propio Ibarra, con el clamor de los nuevos padres de plaza de mayo. Lo escoltaron, hay que decirlo, hasta el cadalso varios exponentes de la clase política criolla como Raúl Alfonsín y varios referentes del peronismo.
Pero hasta la víspera –aunque habría que remontarse a la interminable y dolorosísima noche de Cromañón-, tuvo, podría decirse, una pata de conejo tamaño familiar.
Llegó a la política después de una destacada actuación en Tribunales como fiscal y no paró de escalar posiciones. Fue concejal y salió airoso de la faena –cuando pasar por la vereda del Concejo Deliberante como mero transeúnte ya despertaba sospechas de corrupción-; hasta trabajó en la convención estatuyente que le dio marco a la autonomía e incorporó, entre otros puntos, el mecanismo de juicio político que puso punto final a su etapa de titular del Ejecutivo capitalino.
Alcanzó el cargo en el 2000 con el sello de la Alianza, secundado por la radical delarruista Cecilia Felgueras. Carlos Menem ya había sido derrotado por la dupla De la Rúa-Alvarez en el 99, y todo parecía de su lado. Joven, apuesto, con aspecto de chico inmaduro pero inteligente (a lo mejor, lo ayudó esa tendencia a vestirse con blazer azul y pantalón gris –propio de estudiantes o de meritorios tribunalicios-), cuajó perfecto en un electorado inestable pero con tendencia a abrazar el ideario “progresista”.
A su alrededor, había socialistas, peronistas de izquierda, ex intransigentes, algunos radicales, que se mantuvieron fieles a él y a la poderosa estructura burocrática y recaudadora de la Capital Federal.
A pesar de haber superado la extinción aliancista, el destino le jugó a favor otra vez. Superado el trance duhaldista con mejor estrella que la esperaba. Comenzó la etapa de Néstor Kirchner, que había logrado la primera magistratura con escasos 22% de los votos, y necesitaba legitimarse con un triunfo inmediato en las urnas. Ibarra se los dio; a cambio quedó debilitado y terminó sin partido y, prácticamente, sin legisladores propios, a expensas del kirchnerismo y otros aliados satelitales (los que sellaron su suerte y la transformaron en mala).
Había estado en el momento justo, con el traje adecuado y con el contrincante ideal enfrente: Mauricio Macri, una suerte de reencarnación menemista a ojos de los prejuiciosos santacruceños. ¡Cuanta suerte tenía Ibarra! Pintaba para fiscal eterno, a lo sumo juez, y con un par de casos resonantes anti-corrupción (Matilde Menéndez, el Pami) y la inmaculada imagen de honradez y buenos modales, capeaba los temporales más terribles de la vida institucional y conseguía la reelección. En el horizonte, nadie podía imaginar un Cromañón.
¿Un accidente? No sería la mejor definición. ¿Una concurrencia de fatalidades, con el ingrediente determinante de la irresponsabilidad, la desidia, la ignorancia y la corrupción? Se acerca más, me parece. Lo que sí es seguro, a mi modo de entender, era que no le correspondía sólo el sayo a Ibarra y que, hasta cierto punto, el juicio político sonaba a desproporción. La Justicia ya estaba y sigue investigando sobre las responsabilidades penales y civiles. Y dará su veredicto.
Pero la maquinaria del procesamiento se echó a andar en la Legislatura y comenzaron las dudas. Primero, el gobierno K y, está demás decirlo, Ibarra confiaban en que podrían bloquear los votos necesarios para iniciar el juicio político que reclamaban los padres de las 194 víctimas.
Un kirchnerista, que había entrado al Legislativo de la mano de Macri, Chango Farías Gómez –el primer Borocotó no reconocido- fue el que terminó de inclinar la balanza. Fue una sorpresa. Así comenzó el enjuiciamiento propiamente dicho y la suerte de Aníbal devenía en mufa.
Después, las dudas se agigantaron, aunque siempre hubo confianza oficialista en que, finalmente, los 10 sufragios imprescindibles para destituirlo no aparecerían: había kirchneristas en la sala juzgadora, a falta de ibarristas. Y el Presidente había dicho delante de funcionarios, periodistas e invitados especiales “el amigo Aníbal”.
No hubo caso. El kirchnerista Helio Rebot mantuvo su negativa a sostenerlo y el zamorista Gerardo Romagnoli, que había querido renunciar a la sala juzgadora y había amagado con abstenerse, terminó de bajarle el pulgar a Ibarra: a último momento, se pronunció a favor de la destitución. El voto número 10 hacía estallar de alegría –una alegría paradójica, gélida, fugaz- a los familiares que no habían podido ingresar al recinto.
Todavía faltaba el alegato final de otro kirchnerista, anotado décimo quinto en la lista de oradores, el ex bibliotecario Elvio Vitali, que de potencial salvador –en los papeles previos, claro-, pasó a intranscendente abstencionista.
Ya ninguno de los presentes lo escuchó. Menos Ibarra que permanecía petrificado, junto a su profesor y abogado, Julio César Strassera, antes triunfal fiscal de las nefastas juntas militares y ahora una figura fantasmagórica enfundado en un ambo gris. Encima del veredicto, destitución sin habilitación para ejercer cargos públicos, tuvo que soportar que su “nunca más” fuera parafraseado por uno de los legisladores de la oposición para referirse a Cromañón y no a los crímenes de lesa humanidad. Una comparación no demasiado certera.
No se merecía Ibarra un final así, más allá de que tomarlo de chivo expiatorio es desmesurado. Es cierto que resta la apelación ante la Justicia, pero el pronóstico es reservado y la noticia hoy es que el jefe de gobierno es Telerman.
¿Pudo ser previsto este desenlace?
Como tantos periodistas, suponía que el gobierno –en medio de tanto despliegue de gente y de medios- no iba a comerse semejante paliza. Era lógico pensar que lo que había sucedido con el inesperado giro de Farías Gómez no iba a repetirse unos meses más tarde, y la derrota iba a encontrar a los hombres del Presidente encerrados en el baño, sin papel higiénico y con una botella de champan esperándolos en el freezer.
Después de casi una década y media de carrera política, “el amigo Aníbal” aguantó 14 rounds, el último sólo fue una excusa para que Vitali, el orador que cerraba la nómina de 15 legisladores, arrojara la toalla en medio de justificaciones favorables al reo, y demostrara así su lealtad hacia la Casa Rosada, aun en medio del derrumbe.
La política y la vida dan revancha, además Ibarra demostró que logró consenso en la ciudadanía porteña en los últimos meses. Seguirá su lucha en Tribunales y, casi con seguridad, podrá reiniciar su carrera política. Mientras tanto, gerenciará, sin plazo fijo –salvo el final de 2007-, Telerman, con menos legisladores que Aníbal y, lo que parece peor, sin el previo aval del PEN. Aunque eso no garantiza nada, a favor o en contra.
Porque a esta altura, se puede sentenciar, que el gobierno de Kirchner es tan poderoso que arma sus propios éxitos políticos y crea, con similar esmero y monedero, sus fracasos. Y ambos resultan prodigiosos e impactantes.
A falta de una buena oposición, vale el mérito oficial para mantener entretenida a la audiencia de 37 millones de argentinos, sea con el control del Concejo de la Magistratura o la destitución de “un amigo”.
Marcelo Mendieta (h)
Exelente el resumen sobre la destitución de Aníbal Ibarra. Como ya lo expresara en un mensaje envisdo al programa de radio, pienso que lo considero un chivo expiatorio. Porque yo quisiera preguntar, ¿dónde estaban todos los diputados de la ciudad durante el año 2004 que no vieron y no actuaron sobre las irregularidades que hoy plantaron contra Ibarra, para su destitución.
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